MUSEO DEL ESQUÍ, CERCEDILLA. Agosto 2021
El valle de la Fuenfría ha sido para mí, desde siempre, en lo personal y lo artístico, el territorio de la imaginación. Mis padres y mis abuelos me trajeron aquí, bajo los pinos silvestres, cuando tenía dos años, y viví durante mucho tiempo casi como un ermitaño en Villa Germina, en la calle Mirapicos de Cercedilla, donde después iba a instalar mi estudio y donde nacería la Biblioteca del Bosque. Tengo estas montañas grabadas en los ojos y en el alma; su skyline es mi horizonte. Por eso, hace ya un cuarto de siglo, cuando arrancaba mi carrera artística, le di cuerpo a esta fascinación por los perfiles serranos y concebí la serie La fortaleza. Se trata de un conjunto de grandes esculturas articuladas realizadas en hierro, cuya estructura se inspira en las contraventanas tradicionales en las casas de la zona, complementadas con algunas cajas de hierro, veinticinco libros-caja de la Biblioteca del Bosque y un conjunto de pequeñas esculturas de hojalata, las Atalayas.
Al principio hice pruebas de resonancias antropomórficas —ídolos, máscaras— con las contraventanas que encontré en la finca de El Carrascal, entonces abandonada, y las acarreé a hombros desde el camino de Campamentos hasta mi casa para llevarlas luego a la cerrajería de Goyo Devora, donde las cortaron y las soldaron. En el invierno de 1986-1987 iba caminando por las noches, con el frío, más allá del río de la Venta, hacia la ermita de Santa María, junto a la que estaba el taller cuyo equipo supo entender el proyecto y dio lo mejor de su sabiduría artesanal para llevarlo a cabo. Estos días he vuelto a visitar el lugar y, en el camino de acceso a la cerrajería cerrada, he encontrado la monumental máquina troqueladora con la que se abrieron las rendijas en las hojas de las Fortalezas. A partir de mayo de 1987, después de haber ensayado la fórmula en innumerables dibujos en mis cuadernos-diario y en las ciento ochenta y dos maquetas o miniaturas que hice en hojalata —obtenida de las latas oxidadas con las que me tropezaba en el bosque, de las latas serigrafiadas que recuperaba en el vertedero del hospital de la Fuenfría y de las que me daba Juan en el bar Mirasierra—, tracé sobre papel y cartón los planos de la serie final de doce esculturas, que no aprovechaban ya las viejas contraventanas sino que se cortaron en gruesa chapa de hierro nueva.
La fortaleza se levanta sobre la idea de la montaña como refugio espiritual, como recinto defensivo o protector y atalaya para la visión. Aunque hay en esta serie de esculturas alusiones a la Peñota, la Maliciosa o Siete Picos —evocada en La fortaleza dragón—, y a pesar de que en algunos casos hacen referencia a los perfiles de elevación de rutas deportivas serranas —La montaña desaparecida remite a una etapa de alta montaña de la Vuelta a España y El pacto de los montes, a la II Carrera de Montaña Las Dehesas – Cotos—, son la mayor parte de las veces perfiles imaginados y geometrizados. «El libro de la Naturaleza está escrito en caracteres geométricos», decía yo citando a Galileo en el pequeño catálogo que editó la galería Ángel Romero para la presentación de la serie en 1988, y subrayaba la capacidad de la abstracción, de las formas que expresan una energía, para curar. Además, las rendijas en el hierro hablan un lenguaje cifrado, un código mediante el que se comunican «las dimensiones conocidas y las desconocidas». La montaña respira a través de esas «branquias», que nos permiten atisbar el secreto del lentísimo crecimiento geológico. Encuentro ahí una vía para «introducirme como una sombra por las fisuras donde habitan las imágenes de otros mundos».
Suspendidas sobre la pared, las Fortalezas son los sólidos, férreos castillos en el aire que custodian la frontera permeable con la Naturaleza recóndita. Y esa frontera se desplaza hacia los diversos lugares en los que se ha expuesto la serie. La primera escultura que vio la luz fue La montaña desparecida, incluida en la colectiva Naturalezas españolas, 1940-1987, en el museo Reina Sofía (1987), que itineró luego al palacio de Sástago, en Zaragoza, al Ateneo de Valencia o al museo de Bellas Artes de Oviedo. La serie completa, después de haberse presentado en la galería Ángel Romero de Madrid (1988), pasó por la galería Ferrán Cano de Palma de Mallorca (1988), la Galerie Façade y el Musée en Herbe del Bois de Boulogne, en París (1989), y la Galerie Bureaux et Magasins en Ostende (1990). Pero en ningún lugar puede tener tanto sentido como aquí, en el Museo del Esquí de Cercedilla, a la sombra de nuestra sierra madre. Me produce una enorme dicha mostrar aquí mi obra y quiero declarar mi gran agradecimiento al Ayuntamiento y al alcalde, Luis Miguel Peña Fernández, a la Fundación Cultural de Cercedilla (a su presidenta, Virginia Rodríguez, y a Rafael SM Paniagua, Daniel García Pelillo y Paco Cifuentes), a mi amigo Santi Herráiz, al equipo de la cerrajería de Goyo Devora y a Paco García Carretero, el cristalero que ha cortado todos los cristales para sellar las cajas de mi Biblioteca del Bosque.